Echó a andar por la estrecha calzada. Y cuando estuvo a un centenar de pasos de los muros del convento, se detuvo, tomó aliento y lanzó, lo mejor que pudo, un graznido de lechuza. Otro graznido similar le respondió, arroyo abajo, en la lejanía.
"Nos llamamos a gritos, como los animales", pensó, recordando el amoroso momento de la tarde; y sólo entonces advirtió que él y Elisa únicamente al final de todo, cuando ya concluían las caricias, habían cambiado algunas palabras, y, para eso, pocas y sin importancia. ¡Qué largas conversaciones había sostenido con Narciso! Ahora, en cambio, a lo que parecía, acababa de entrar en un mundo en que no se hablaba, en el que solamente se empleaban graznidos de lechuza, en el que las palabras carecían de significación. Y estaba plenamente conforme, no tenía la menor necesidad de palabras ni de pensamientos, sino, exclusivamente, de Elisa, de aquel silencioso, ciego, mudo sentir y hurgar, de aquel manso y suspirante derretirse.
Allí estaba ya Elisa. Venía hacia él, saliendo del bosque. Goldmundo alargó los brazos, para sentirla, abrazó con manos que tentaban tiernamente su cabeza, su cabello, su cuello y nuca, su cuerpo esbelto y aquellas firmes caderas. Ciñéndole el talle con el brazo, se fue con ella, sin hablar, sin preguntar adonde. Enderezaba, sin duda, hacia el bosque nocturno, y a él costábale trabajo caminar a su vera; parecía que los ojos de la joven vieran en la noche, como los de los zorros y las martas, pues jamás daba tropezón ni traspié. Goldmundo se dejaba llevar a través de la noche, del bosque, de la ciega y misteriosa región, sin palabras ni pensamientos. Ya no pensaba en nada, ni siquiera en el convento que acababa de dejar, ni siquiera, en Narciso.
En silencio recorrieron una oscura parte del bosque, marchando unas veces sobre blando, mullido musgo y otras sobre duros costillares de raíces; a veces había sobre sus cabezas jirones del cielo luminoso entre altas y ralas copas de árboles, y a veces todo estaba en tinieblas; de cuando en cuando alguna rama les golpeaba en el rostro o alguna zarza se les prendía al vestido. Ella conocía perfectamente aquellos parajes y se orientaba con gran seguridad, jamás se detenía, jamás vacilaba. Al cabo de un buen rato vinieron a encontrarse entre unos pinos solitarios, muy separados; vasto y lejano aparecía el pálido cielo de la noche, había terminado el bosque, la joven se dirigió a un valle lleno de prados, olía dulcemente a heno. Vadearon un arroyuelo que fluía calladamente; aquí, en campo abierto, el silencio era mayor que en medio del bosque: no había ramaje rumoroso, ni animales nocturnos que saltaban de pronto, ni crujir de madera seca.
Elisa se detuvo junto a un gran montón de heno.
—Aquí nos quedamos —dijo.
Sentáronse en el heno, respirando, al fin, a sus anchas y gozando del reposo, los dos un poco cansados. Se tendieron, escuchaban el silencio, sentían cómo se les iban secando las frentes y las caras se enfriaban gradualmente. Goldmundo, en placentera fatiga, doblaba, jugando, una rodilla y la volvía a extender, aspiraba la noche y el aroma del heno en largas inspiraciones y no pensaba ni en atrás ni en el futuro. Sólo lentamente se dejó atraer y embelesar por el perfume y el calor de su amada, respondía de tanto en tanto al acariciar de sus manos y percibía, radiante de dicha, cómo la joven empezaba, poco a poco, a encenderse a su lado y se le acercaba cada vez más. No, aquí no se necesitaban palabras ni pensamientos. Sentía con claridad todo lo que era importante y hermoso, el vigor juvenil y la sana, sencilla belleza del cuerpo femenino, su enardecimiento y su apetencia; y también sentía con claridad que en esta ocasión quería ella ser amada de modo distinto del de la primera vez, que ahora no quería seducirlo y enseñarlo sino esperar su ataque y su deseo. Dejaba quedamente que las magnéticas corrientes le recorrieran el cuerpo y percibía lleno de dicha aquel mudo fuego mansamente creciente que en ellos se agitaba y que convertía su pequeña yacija en centro resollante y ardoroso de la noche callada.
Cuando, luego de inclinarse sobre el rostro de Elisa, empezó a besarle los labios, advirtió, de pronto, que los ojos y la frente estaban envueltos en una suave luz, y se quedó mirando asombrado y vio que el resplandor subía y se incrementaba rápidamente. Entonces cayó en la cuenta y se volvió: sobre la línea de los bosques negros y dilatados se elevaba la luna. Veía derramarse mágicamente la blanca y suave luz por la frente y las mejillas de la muchacha, por su cuello torneado y delicioso, y, arrobado, dijo con voz apagada:
—¡Qué hermosa eres!
Sonrió complacido, se incorporó a medias, le abrió delicadamente el vestido por el pecho y la sostuvo y la libró de su corteza, como una fruta, hasta que, finalmente, los hombros y el busto brillaron desnudos a la fría luz de la luna. Con los ojos y los labios seguía extático las delicadas sombras, mirando y besando; y ella permanecía inmóvil, como hechizada, con la mirada baja y una grave expresión, como si en aquel instante se hubiese descubierto y revelado por vez primera, también a ella, su hermosura.
Narciso y Goldmundo, fragmento;
Herman Hesse, 1930.