Si no es la tercera vez que viajamos juntos, es la segunda. Es más, creo que es la segunda.
La primera vez viajé en uno de esos asientos de adelante que miran para atrás, y ella en el lugarcito del medio; ese lugar que algunos bondioleros transforman en una pista de baile.
Siempre va parada. Pasa que justo en el tramito desde Parque Centenario a Rivadavia sube mucha gente, y se terminan de ocupar los poquitos asientos que quedan.
Como pasó hoy, hace un rato. La segunda vez que viajamos juntos.
Hoy, de nuevo, estaba con una compañera de la facultad. Iban hablando en voz alta, bastante divertidas. La amiga no me cae del todo bien.
-Podría darle el asiento.
Si, podría haber sido.¡Pero cómo arrugué! Si vieras cómo arrugué... en esas situaciones arrugo mucho. Dudé un momento, empecé a acomodar las cosas -tenía la mochila muy llena de ropa, botines, vendas, ojotas, un buzo-, bajé la música del MP3 y levanté la cabeza buscando el cruce de miradas.
-Te quiero dar el asiento- tenía escrito en la cara. -Te lo cambio por un cruce de palabras.
Con el suficiente valor juntado -mirá para qué poco necesito tanto- me levanté con una muy espantosa, horrible simultaneidad a la mina que viajaba adelante mío. La mina de adelante se levantó justo, exactamente justo, al mismo tiempo que yo, dejando detrás de sí nada más que otro lugar para sentarse.
Mi asiento ya no era el único. No valía siquiera esas palabras.